Era dulce y tierna pero fría
y callada a primera vista.
Divagaba por las calles
buscando en ellas olvidar todos sus recuerdos y caminaba sin rumbo como
persiguiendo a la libertad.
Entraba y salía de todas y
cada una de las tiendas sin encontrar nada original que la enamorara.
Se sentaba en cualquier
terraza con la mirada perdida y era observada por cada persona que pasaba, pero
ella no lo sabía.
Iba y venía, fijándose en
cada pequeño rincón olvidado de aquella enorme ciudad que siempre corría.
Se quedaba de pie en medio de
la plaza más concurrida y observaba, observaba las caras de aquellos que la
cruzaban sin pararse a admirar la belleza del lugar.
Se sentaba a la entrada del
museo más famoso, y admiraba cada rostro que entraba y salía.
Soñaba, sentada en el césped
de un hermoso parque, con la felicidad que en otros encontraba.
Volvía cada día a su pequeño
piso reacia a encontrarse con la rutina que la perseguía.
Leía sentada en la terraza,
ajena a todo lo que la rodeaba.
Creía ser invisible para el
mundo, pero lo que no sabía es que en esa ciudad que ella recorría y observaba,
era admirada y envidiada.
En cada paseo sin rumbo, en cada
entrada y salida, ella era observada y perseguida.
En todas las tardes en el
museo y en todos los atardeceres en el parque, ella era acompañada y cuidada.
En la mesa de al lado en cada
terraza se sentaba desesperado el chico que tanto la amaba.
Y es que ella era su
inspiración tan buscada, ella era el rostro que se enfocaba en mitad de una
plaza abarrotada.
En cada pequeño rincón
olvidado, ella había sido retratada.
La chica sin alas que volaba,
la chica que él cada día observaba en su balcón.
Su musa, su modelo perfecta,
su único amor.
Y fue el día que ella se
atrevió a olvidar su lugar en la puerta del museo, a entrar y experimentar una visita, vio lo que nunca habría pensado que sería posible, se vio, en todas las fotos
de la exposición, ella entre la multitud borrosa, ella en su pequeño balcón,
ella junto al viejo árbol del parque, ella a la entrada del museo, ella en cada
rincón, pero la foto que más le impactó fue verse en la terraza y fijarse
en todos los ojos que, sin ella darse cuenta, la reconocían.
Y fue él, quien también ese
día guardando los miedos en un cajón, la fotografió, sorprendida ante su propio
retrato y se acercó a ella.
Y durante un tiempo los dos
recorrieron las calles sin rumbo, observaron la felicidad en el rostro
reflejado en el espejo cada mañana y tomaron café, cada día, en una terraza
diferente.
Pero ella, al cabo del
tiempo, olvidando por qué había empezado todo, volvió en busca de aquello que
antes perseguía, y siguió siendo la chica que el tanto amaba y retrataba.
Ella volvió a caminar sin
rumbo, a leer en el balcón y a sentarse en las terrazas ajena al mundo.
Él volvió a sacar su cámara y
a esconderse tras las sombras retratando a su amada.
Los dos se amaban pero de
nuevo, como cada año, ella le había olvidado.
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